Las navidades del 2004 (¿o quizas la del 2003?) en Sevilla, cerca de la Plaza del Duque, tuve la ocasión de encontrarme con un trío de músicos que rompían con el escenario establecido del centro de la capital para esos días de compras compulsivas. No eran los únicos músicos que te podías encontrar por esas calles atestadas de bolsas de mi colores y tamaños con hombrecillos y mujeres pegadas a ellas. Pero eran los únicos que se atrevieron a ser libres de los imperativos comerciales de las cancioncillas navideñas que saturaban todas las esquinas, que escupían las puertas de los comercios, que graznaban grupos y reuniones de lo mas inverosímiles sacados de vete tu a saber donde.
La gente se agolpaba haciendo corrillo alrededor de grupos corales cantando villancicos de películas yankee, de cuarteto de camara tocando villancicos de películas yankee, guitarristas solos y acompañados de mil maneras tocando villancicos de películas yankee, grupos de vientos con sus tubas, flautas y trompetas tocando villancicos de películas yankee, algún improvisado tenor o soprano cantando villancicos de películas yankee, siempre los mismos villancicos de películas yankee y siempre todos ataviados con los mismos jodidos gorritos rojiblancos de jodido papanoel.
Y fue en medio de todo este sinsentido, como un rayo de luz en forma de reivindicación del buen gusto, de lo marginal del buen gusto, donde este trío construyó un espacio intimo a golpe de bebop. La frenetica pulsion del contrabajo parecía mantener muy eficientemente alejados a aquellos personajillos atados a sus bolsas y por si alguno se despistaba las rapidas galopadas, subiendo y bajando, por las escalas del saxofón les recordaba inmediatamente en donde se estaban metiendo.